Sátántangó: Llamando a las puertas del matadero
Por Luis Beltran Nebot
Debo de estar loco. He confundido las campanas del cielo con el sonido de repique del cencerro de difuntos.
La cámara acompaña a un grupo de vacas desde un cobertizo, hacia la derecha, pesada y lentamente. Así comienza esta obra, plagada de grandes planos grises protagonizados por los charcos, el fango y la niebla. Largas tomas, descorazonadas, que acompañan del brazo a los habitantes de una granja que van directos al matadero. Uno de los tratados de la condición humana que te hunden y te apartan de la creencia de una buena nueva.
Pero, ¿cómo, en tan poco tiempo, se pueden decir tantas cosas? Y, si realmente el dolor y la desesperanza nos acometen y zarandean de esta forma, ¿para qué queremos vivir? ¿Cuál es nuestra meta si el camino es tan tortuoso? ¿Hay alguna meta?
El dolor, la pesadez, la desesperación, el apocalipsis, la apatía, la crueldad, la muerte, la vanidad... se enlazan en una consecución de planos largos, lentos, bellos y terribles que forman la unidad del tiempo; la cámara no está ahí, todo transcurre de forma natural, no hay cortes ni secuencias, solo decadencia.
Decadencia por el hecho de no aceptar que se puede cambiar esta decadencia, de recaer constantemente en los otros para dejar de hacer y que no dejen de hacer por nosotros. Para no hacer lo que debo hacer, porque lo debo hacer, porque soy capaz de hacerlo, y no por recompensas y superioridades morales absurdas que quedan en ideales lejanos a nuestra forma de actuar. Las ideas de las luces y del hombre que auspició la muerte de Dios naufragan ante la pasividad y el desapego al deber por el cambio de uno mismo, y el apego, por otro lado, a la apatía y al camino de la evasión.
No es el hecho de que seamos capaces de actuar debidamente, de forma responsable, para erosionar lo menos posible una buena convivencia en el mundo. Es el mero hecho de que la erosión ya es irreparable para nosotros, para toda la humanidad, que se retuerce en su miseria, absoluta y terrible. Y aun estando atrapada en el fango, ya no patalea, sino que, con la boca bien abierta, traga el fango que volverá a expulsar más tarde, en mayor cantidad y con un olor más putrefacto. Para que, tiempo después, la humanidad siga haciendo este mismo proceso.
Y es que el no ser responsable y anular nuestra responsabilidad para entregarle nuestro destino a alguien que, según creemos, sabe hacer las cosas mejor que como las hacemos, es más responsable, y, por lo tanto, más apto para decidir lo que tenemos que hacer para subsistir en nuestra débil existencia. Un mesías que es capaz de acercarse a una comunidad ya destruida, sacarle los cuartos y realizar una acción con ellos para conseguir reconocimiento y no para hacer algo bien, un personaje que tiene poder, aunque para el mundo, solo será una anécdota edulcorada.
El mesías, tras la caótica coreografía del tango satánico, de culto a los grilletes y la deformación de la vida, frente al cadáver de la niña, alza la voz y pronuncia un discurso de responsabilidad y culpa, fuerte, certero y contundente, sobre lo que se ha hecho mal, y cómo lo que hay allí está así por no haber hecho nada para cambiarlo. Un discurso que da en la diana de la hipocresía, ya que, como se ha dicho antes, este lo hace para conseguir medios para ser reconocido frente a la burocracia, una burocracia en la cual es muy fácil no estar hecho para ella y confundirse.
Es increíble como una pequeña comunidad cómo protagonistas puede representar a toda la humanidad.
El dolor de las instituciones está patente en toda la obra, desde la administración del nuevo régimen húngaro, hasta la iglesia desolada, habitada por la niebla y la muerte. Las instituciones que marcan el camino, que nos hacen dóciles y apáticos. Que nos quitan el peso de la responsabilidad, cambiándonoslo por el de la derrota. Instituciones hostiles que emergen de la derrota del ser humano como autogobernado y autónomo (en el sentido de capaz de actuar por sí mismo).
Pero somos los seres humanos los que creamos estas instituciones para auto subyugarnos; somos nosotros mismos los que hemos exportado estas instituciones, enlazadas con la ideología, prescindiendo de que la realidad de la verdad propia se sustenta en las bases de la región en la que habita: en sus valores. De este modo, el autor llora por la caída de Hungría en manos del comunismo y del capitalismo, corrientes asentadas en la doctrina protestante del trabajo y del sacrificio propio, de la individualidad del trabajo, pero no de las ideas. Ideologías que chocan frontalmente contra los valores húngaros, los cuales son erradicados por la alienación de la vida a partir de asentar el trabajo como la excelencia humana.
La pérdida de los valores vitales se entrelaza en la falta de responsabilidad, dejamos en manos del poder la capacidad de mutar, absorber e instaurar una maquinaria de nuevas reglas que nos son completamente lejanas, ejerciendo el autocastigo a los valores propios, ideologías y pensamientos. Solo queda resignarse y cerrarse en casa, gastándose los últimos cuartos que quedan en alcohol para aguantar cómo se doblegan los demás, sin doblegarse, sin hacer nada, como el Doctor. Se puede contemplar la decadencia desde una ventana, cómo se eleva la resignación; comprobar en las propias manos el dolor y el olvido de la empatía, responsabilizar a un Dios inexistente del sufrimiento que infringimos, porque no será tan malo si él lo permite, pero ¿y si el baile no es más que una oda a la esclavitud? Lo mejor será morir, suicidarse, en la casa del genocida ficticio, porque si de verdad existe, la niña no quiere ser ni como él, ni como su rebaño. Y, por último, Futaki, el marginado, el que cree y se cuestiona, el rebelde que pierde la fe y se exilia en busca de una verdad propia, el caminante que se tiene que enfrentar a la larga calle, desértica e inabarcable.
Tarr concibe el paso de un estado deplorable, al camino, en línea recta, hacia el matadero. Es muy interesante situar la película en su contexto histórico. Hungría, poco después de la caída del muro de Berlín; el comunismo ha fallado, porque la humanidad no ha sido capaz de cambiar lo anteriormente dicho ya que toda la humanidad tendría que funcionar robóticamente, como los protestantes, por lo tanto, ha recaído en la utopía y la utopía en la violencia. Esta locura solo hizo que se atacaran a los enfermos y a los indefensos, los nuevos líderes solo intentan reafirmarse, y en medio de la plaza, la gran ballena muerta se pudre, mientras la cámara se eleva.
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